DOCUMENTOS DE LA TRANSICIÓN MEXICANA

  Dice Héctor Aguilar Camín que "la verdad está en el claroscuro". En efecto, a
  punto de concluir el milenio, México vive un momento en el que las inercias del
     pasado no dejan despegar aún a las promesas de un futuro con equidad,
     prosperidad y democracia. Una versión más breve del presente texto fue
  ofrecida como conferencia inaugural del curso sobre México que la Fundación
  Ortega y Gasset y El Colegio de México organizaron dentro de las jornadas de
   verano de la Universidad Complutense en El Escorial, del 14 al 19 de julio de
                                1997.

            MÉXICO A FIN DEL MILENIO,
               A LA MITAD DEL CAMINO

                        Por Héctor Aguilar Camín

 

  Dice la maldición china: Ojalá vivas tiempos interesantes. México está viviendo
  tiempos interesantes. Al final del milenio, se encuentra a mitad del camino de una
  larga transición histórica. El puerto de llegada de esa transición es ambicioso, pero
  puede expresarse con sencillez. Se trata de construir un país próspero, equitativo y
  democrático, sobre los restos de un país autoritario, desigual y de bajo crecimiento.

  Primer problema: la prosperidad. México es un país de 94 millones de habitantes y 2
  millones de kilómetros cuadrados de superficie. Es el país 11 de la Tierra en
  población y el 13 en extensión territorial. En 1994 estaba catalogado como la
  treceava economía del mundo, pero en el índice de calidad de vida desarrollado por
  la ONU, no era el país número 13, sino el 67.

  Segundo problema: la desigualdad. La mexicana es una sociedad de viejas y nuevas
  desigualdades. Un puñado de grandes empresas concentra la mayor parte de la
  producción industrial y dos bancos más de la mitad de los ahorros financieros del
  país. Tres grandes ciudades aglomeran la tercera parte de su población. En 1994, el
  40% más pobre de la pirámide recibía el 17% del ingreso y el 10% más rico el 34%.
  Cuarenta de cada cien mexicanos viven debajo de la línea internacional de pobreza y
  trece de cada cien, en condiciones de pobreza absoluta. Es una sociedad de seis
  años de educación en promedio, pero si se toman sólo los promedios de las zonas
  urbanas, la cifra sube a diez grados. En el cuadro de la salud pública nacional
  conviven malnutriciones y endemias típicas del subdesarrollo y enfermedades propias
  del mundo desarrollado. El promedio de vida mexicano es de 70 años, pero sólo de
  50 en las zonas rurales deprimidas. Es una sociedad mestiza de fuerte raíz indígena y
  habla castellana, en la que cinco de cada cien habitantes habla alguna lengua indígena
  y sólo uno de cada cien es indígena monolingüe.

  Tercer problema: la democracia. México es un país de leyes que se antojan
  laberínticas e infinitas, cuya cultura política central no incluye sin embargo la idea de
  la obligatoriedad de la ley, prefiere las blanduras de la negociación a los rigores del
  derecho. Es un país que ha celebrado elecciones ininterrumpidamente desde el
  término de la Revolución que fundó su era moderna, en 1917, pero no ha tenido una
  primera elección efectiva, certificada, sino hasta 1994, en que fue electo el actual
  presidente Ernesto Zedillo. Ha sido un país con división de poderes donde el
  ejecutivo ha absorbido e invisibilizado a los otros. Es una república federal donde el
  poder se ha ejercido con aires monárquicos y federación ha sido sinónimo de
  centralismo.

  Es un país de una cultura a la vez milenaria y cosmopolita, pródigo en guisos y
  músicas, mezclas y recalcitrancias populares, fuerte en arraigos pueblerinos y en
  migraciones masivas hijas por igual de la aventura y la necesidad. Este país moderno
  y atrasado, enormemente rico y enormemente pobre, cambiante y memorioso,
  plebeyo y plutocrático, desigual y en vías de igualdad democrática, ávido de
  modernidad y anclado en las inercias de su historia, vive al fin del milenio un proceso
  de cambio mayúsculo, un verdadero cambio de época, comparable a cualquiera de
  sus grandes transformaciones históricas las cuales, bien visto, no han sido sino
  cuatro: la conquista y colonización en el siglo XVI, las reformas borbónicas y la
  cocción de la independencia nacional en el siglo XVIII, la reforma liberal que tardó
  en imponerse medio siglo XIX y la Revolución Mexicana cuya sombra cubre la
  mayor parte del XX. Durante los últimos quince años, desde la quiebra de la
  economía del año de 1982, México está a caballo de una nueva transformación
  epocal cuya índole resume el verso de Quevedo: Ayer pasó, mañana no ha llegado.

  El sentido de esa transformación, que ha tocado todas las fibras visibles e invisibles
  de la sociedad mexicana, puede resumirse en una doble necesidad: cambiar el
  modelo de desarrollo económico y la naturaleza del régimen político. En el ámbito
  económico hablamos del paso de una economía cerrada a una economía abierta. De
  un modelo de desarrollo orientado hacia adentro, a un modelo de desarrollo
  orientado hacia afuera. De una economía protegida, volcada hacia el mercado
  interno, a una economía de libre comercio, volcada a la exportación. Y de una
  economía regulada por un Estado intervencionista y propietario a una economía
  regulada en lo fundamental por las fuerzas del mercado y por un Estado más
  promotor que propietario, más subsidiario que interventor.

  En el ámbito político asistimos al paso de un régimen político presidencialista
  discrecional, subordinador de los otros poderes, a un régimen de presidencialismo
  acotado, con independencia de los otros poderes. De un sistema de partido
  hegemónico, cuasi único, con elecciones controladas, a un sistema de partidos
  competitivos, lo que implica elecciones libres, no controladas por el gobierno, un
  poder legislativo independiente, una opinión pública plural y crítica y una ciudadanía
  con distintas opciones, con alternativas de gobierno.

  ¿Dónde empieza este cambio? ¿Qué lo produce? A los mexicanos nos gusta pensar
  insularmente nuestra historia, como si todo lo que en ella sucede tuviera explicación
  dentro de sus fronteras soberanas. Pero basta levantar un poco la mirada hacia la
  historia del mundo para entender hasta qué punto hemos sido parte, si no
  consecuencia, de ella: hasta qué punto las grandes transformaciones de México
  coinciden con y suceden a grandes transformaciones del mercado o la política
  mundiales. La transformación mexicana de fin de siglo no es una excepción, es parte
  del reacomodo productivo, financiero y técnico que alteró profundamente las
  coordenadas del mercado mundial a partir de los años setenta. México presentaba
  entonces muy altas credenciales de estabilidad y desarrollo. Era un caso excepcional
  de los exitosos crecimientos orientados hacia adentro, que arrancaron en los años
  cuarenta en la América Latina. Fueron crecimientos basados en la industrialización
  sustitutiva de importaciones, el proteccionismo comercial y el intervencionismo del
  Estado.

  A partir de los años setenta las condiciones de éxito en el mercado mundial
  cambiaron drásticamente. Las economías emergentes de esos años buscaban
  adecuarse a nuevos procesos de globalización tecnológica y comercial. La
  aceleración inaudita de tales procesos durante los ochentas reventó fronteras
  nacionales y economías planificadas, e impuso una nueva lógica transnacional de
  grandes bloques económicos y de oportunidades globales para los productores en
  los distintos nichos del mercado mundial. El reacomodo, sabemos ahora, tuvo
  profundas consecuencias. La mayor de ellas fue, desde luego, la rendición
  incondicional en 1989 del mundo socialista, ante la evidencia de su fracaso
  económico, su injusticia social y sus opresiones políticas. Más por necesidad que
  por previsión, México tuvo también que ajustar sus condiciones a los desafíos de la
  hora. Lo hizo a partir de la crisis de la deuda externa de 1981-82, que tuvo un
  efecto serio, irreversible, sobre las finanzas públicas y sobre la lógica económica y
  política del Estado.

  Hasta ese año, la economía y la política de México estaban altamente subsidiadas y
  protegidas de la competencia. México tenía empresarios subsidiados y protegidos,
  trabajadores subsidiados y protegidos, campesinos subsidiados y protegidos, clases
  medias subsidiadas y protegidas —incluyendo en ellas a intelectuales, periodistas,
  artistas y universitarios—. Era un país también de votos subsidiados y protegidos,
  con una oposición política subsidiada y protegida y un hegemónico partido oficial
  subsidiado y protegido. Al final de la línea o en la cima de la pirámide, había una
  presidencia fuerte, subsidiada y protegida. Todo o casi todo en México estaba
  subsidiado y protegido, en alguna medida, por el manto estatal y era, al final, en
  alguna medida, pagado por el tesoro público. La quiebra de las finanzas del gobierno
  fue, por ello, no sólo la quiebra de una economía, sino el principio del fin de una
  política. Significó la crisis de un modelo de desarrollo económico, pero también la
  crisis de un modelo de negociación y estabilidad política.

  La clase gobernante del país tuvo que plantearse entonces lo que llamaron el
  "cambio estructural", es decir, terminar con los subsidios y el proteccionismo, abrir la
  economía a la competencia internacional y desestatizarla, poner el país a la hora de
  las realidades del mundo y de los nuevos milagros económicos que protagonizaban
  países capaces de exportar y explotar sus ventajas comparativas en el mercado
  mundial. La reforma liberalizadora tuvo un ritmo gradual durante el gobierno de
  Miguel de la Madrid (1982-1988) y un ritmo acelerado en el de Carlos Salinas de
  Gortari (1988-1994). Ambos gobiernos hablaron sobre todo de cambios en la
  economía y fueron renuentes, en distinta medida, a desmontar el aparato político en
  que estaban parados. Pero, por un lado, conforme la reforma económica avanzaba,
  la vieja estructura política corporativa recibía heridas de muerte. Por el otro, en
  medio de la crisis económica persistente de los ochentas, fueron apareciendo actores
  políticos no controlados por la protección y el subsidio, y empezó a crecer la
  demanda de un cambio democrático. Fue la demanda de una sociedad irritada por la
  crisis económica, una sociedad moderna en muchos aspectos, producto de cambios
  enormes aunque silenciosos, en particular el del proceso de urbanización y la
  constitución de unas clases medias educadas, cuya reserva de protesta y liderato
  político había anunciado el movimiento estudiantil del año de 68.

  Pronto fue claro que la decisión de abrir la economía mexicana significaba no sólo
  una reforma económica sino también una reforma del Estado clientelar y de la
  política corporativa que eran una especialidad mexicana, la especialidad que resume
  la palabra PRI, siglas del Partido Revolucionario Institucional. La reforma fue
  entonces, también, una apuesta a la transformación de la cultura política. Durante
  buena parte de este siglo, hasta antes de 1982, la cultura política de México giró en
  torno a unos cuantos motivos que pueden resumirse en la expresión "nacionalismo
  revolucionario". Según esa doctrina, por vocación histórica y esencia nacional,
  México era y debía ser varias cosas irrenunciables.
DOCUMENTOS DE LA TRANSICIÓN MEXICANA

            MÉXICO A FIN DEL MILENIO,
             A LA MITAD DEL CAMINO (2)

                        Por Héctor Aguilar Camín

 

  Primero, un país laico, en tanto que mantenía a la Iglesia católica sin derecho a
  participar en la vida pública. Segundo, un país agrarista, en tanto que mantenía
  abierta la posibilidad de repartir tierra a los campesinos, apoyaba al ejido y limitaba
  la expansión de la propiedad en el campo. Tercero, un país sindicalista, en tanto que
  apoyaba la organización sindical de los trabajadores y la defensa de sus derechos
  laborales. Cuarto, un país nacionalista, en tanto capaz de contener la influencia y las
  presiones de su adversario histórico, Estados Unidos. Quinto, un país estatista, ya
  que el Estado era el garante del equilibrio social, mediante el reparto corporativo de
  protecciones y subsidios, y era también el administrador y propietario de los bienes
  mayores de la nación, la educación y el petróleo, la electricidad y los teléfonos, las
  aerolíneas y los ingenios azucareros.

  La reforma iniciada en 1982 desafió cada una de esas certezas. Le dijo al país laico
  que la Iglesia debía recobrar sus derechos públicos. Le dijo al país agrarista que el
  reparto agrario y el ejido debían llegar a su fin para permitir el desarrollo del campo.
  Le dijo al país sindicalista que la eficiencia y la productividad estaban reñidas con las
  prebendas políticas y laborales vigentes en México. Le dijo al país nacionalista que
  las oportunidades de la nación no estaban en su recelo defensivo sino en la
  asociación abierta con su antiguo adversario, los Estados Unidos, a través del
  Tratado de Libre Comercio. Y al país estatista le dijo que el Estado era demasiado
  grande e ineficiente y debía reformarse, hacerse más chico. En el curso de la
  reforma, el gobierno vendió bienes nacionalizados, como la banca, las líneas de
  aviación, los ingenios azucareros y la compañía telefónica. Recortó subsidios a una
  población acostumbrada a ellos, suprimió protecciones a una economía
  acostumbrada a los mercados cautivos, recortó privilegios a una organización
  sindical acostumbrada al trato privilegiado, impuso restricciones a una burocracia
  acostumbrada a la falta de controles.

  Nadie incurre en reformas de esa magnitud sin riesgo de rupturas. No son reformas
  epidérmicas. En ningún país han podido implantarse sin altos costos sociales y aun
  sin imposiciones de corte dictatorial, como en el caso de Chile bajo Pinochet o Perú
  bajo Fujimori. Pero ningún país de nuestro continente ha podido resistirse del todo a
  implantar esas reformas sin pagar costos más altos aún por retrasarlas, como lo
  muestra el caso de Cuba. Los costos del cambio fueron altos. Provocaron en 1987
  la primera escisión de la historia del PRI. La reducción de los subsidios
  gubernamentales y el saneamiento de las finanzas públicas sacudieron viejas redes de
  lealtades políticas y sociales. El achicamiento del Estado fue visto por diversos
  sectores como una renuncia a los deberes sociales del gobierno y afectó a muchas
  clientelas del presupuesto. La apertura comercial significó la quiebra de muchas
  empresas que eran eficientes en condiciones de proteccionismo. Las privatizaciones
  tuvieron pocos triunfadores y muchos derrotados. La normalización de las relaciones
  con la Iglesia fueron un escándalo en el corazón del jacobinismo oficial. Los énfasis
  en la productividad congelaron de hecho antiguas conquistas laborales y enfriaron la
  relación de los sindicatos con el gobierno. El fin del reparto agrario sacudió viejos
  intereses asociados a la tutela y la corrupción en el campo, uno de los pilares del
  control político tradicional de México. El Tratado de Libre Comercio y el
  acercamiento a Estados Unidos fue visto por muchos como una entrega de
  soberanía y una rendición económica del país. No es casual que el TLC fuera
  invocado por el EZLN como causa de su rebelión ya que sellaba, según ellos, el
  olvido definitivo de los pobres de México.

  Los reformadores mexicanos enfrentaron y enfrentan las dificultades previstas por
  Maquiavelo en su célebre pasaje sobre los profetas desarmados:

                      Nada hay tan difícil de ejecutar ni de resultado tan incierto
                      como introducir un nuevo orden de cosas, ya que quien lo
                      introduce tiene como enemigos a todos los que medran
                      del viejo orden, y como aliados poco entusiastas a
                      quienes pudieran medrar del orden nuevo... Los hombres
                      no creen realmente en las cosas nuevas a menos que
                      hayan tenido personal experiencia de ellas.

  Los reformadores mexicanos no estaban tan desarmados como los profetas de
  Maquiavelo. Ocupaban la cima del Estado. Usaron los instrumentos verticales del
  México corporativo, y los poderes estatales del presidencialismo, para echar las
  bases del cambio. El problema fue, lo sigue siendo, que los beneficios del orden
  nuevo no sólo tardaron en arrojar resultados, sino que en 1995 desembocaron en
  una nueva crisis, mayor incluso que la de 1982, que había disparado las reformas.
  En la crisis de 1995, hija de las reformas, por primera vez los deudores no fueron
  sólo el gobierno y las grandes empresas. Quedaron en deuda las pequeñas y
  medianas empresas, las familias, los presupuestos personales. Las clases medias
  fueron sorprendidas con fuertes deudas acumuladas sobre sus tarjetas de crédito,
  sus casas, sus automóviles. Habían creído en el nuevo milagro. Pagaron la credulidad
  con su bolsillo y giraron cobranzas políticas sobre el gobierno y los reformadores.

  Los bajos resultados de la reforma económica acabaron de nutrir así los cambios en
  la dimensión política, acabaron de llevar al primer plano de las exigencias nacionales
  la implantación de un sistema democrático que controle al gobierno, proteja a la
  sociedad de sus equivocaciones inconsultas y le dé instrumentos para cambiar de
  gobernantes y de partido gobernante cuando sus errores así lo ameriten.

  Luego de décadas de estabilidad política bajo la dominación de un sistema de
  partido cuasiúnico, la última década de México se ha visto caracterizada por la
  competencia política. El dominio del PRI, antes incontestado, ha padecido tres
  elecciones competidas en 1988, 1994 y 1997, hace sólo unos meses, que le ha
  dejado con menos del 40% de los votos, aunque conserva la mayoría en el
  Congreso y el gobierno nacional. Los partidos de oposición se han vuelto de
  cogobierno. Hoy gobiernan sobre estados y ciudades cuya población equivale a la
  mitad del país, incluyendo la Ciudad de México y los dos estados más ricos de la
  república, Jalisco y Nuevo León.

  El gobierno ha persistido, con valor y aun con temeridad, en las reformas
  económicas y luego de una política de ajuste empieza a cosechar vientos favorables,
  crecimientos altos y estabilidades macroeconómicas sólidas. Haciendo de la
  necesidad virtud ha abierto también sin reticencias las compuertas de la reforma
  política y la instauración de reglas democráticas para los ya robustos partidos
  políticos que se le oponen y encauzan la inconformidad.

  El hecho es que los pobres resultados de la reforma terminaron creando en el interior
  de la transición mexicana un denso litigio de las fuerzas que impulsan la reforma y las
  que la resisten. Estas últimas no están en el gobierno, no tienen una propuesta
  alternativa, ni pueden, al menos abiertamente, pronunciarse por un llano regreso al
  pasado. Pero los reformadores, que siguen en el gobierno, tampoco pueden exhibir
  resultados que prueben la bondad de su camino, ni tienen ya credibilidad cuando
  dicen que los beneficios vendrán después. Unos no pueden ofrecer como salida el
  regreso al pasado, pero los reformadores no pueden ofrecer, creíblemente, como
  solución el futuro.

  México está mejor equipado que nunca para que su nueva apuesta democrática sea
  coronada por el éxito y no por el infortunio. La jornada del 6 de julio de 1997
  parece haber puesto punto final al viejo, manoseado y al fin resuelto capítulo de la
  modernidad electoral de México. Por primera vez en su historia el país tiene tres
  ingredientes básicos de unas elecciones libres. Tiene, por primera vez en su historia,
  una ciudadanía real, suficiente en su número y en su representatividad para dar carne
  y sustento, mayoría incuestionable, a la vida democrática de todos los días. Tiene
  también partidos con clientelas y votantes efectivos. Tiene una larga costumbre de
  negociar antes que de pelear, y de incluir antes que de segregar. Tiene bien ancladas
  en las exigencias de la modernidad occidental las partes más activas, mejor
  educadas, más productivas de su sociedad. Tiene, finalmente, extraordinarias
  oportunidades en el nuevo mundo de la globalización, para obtener de ella no sólo
  reveses, sino también ventajas.

  Lo que la democracia mexicana tiene en contra es su historia, nuestro pasado: las
  viejas tentaciones de discordia de las élites políticas; la gana popular de tener
  autoridades paternales; la fascinación premoderna por los caudillos y los atajos; la
  falta de disciplina ciudadana; los espantajos aldeanos del nacionalismo y el
  patriotismo folclórico que celebra nuestros defectos como virtudes, nuestras miserias
  antropológicas ancestrales como sabidurías cívicas incomprendidas, y nuestros
  rencores sociales y culturales como identidades profundas, a las que no debemos
  renunciar.

  Todo lo que antes garantizó la estabilidad política, está a la baja en México: el
  presidencialismo sin contrapesos del pasado, el partido hegemónico "revolucionario",
  el control corporativo de la sociedad, la centralización de la vida pública. El riesgo
  de la situación es muy claro: que los nuevos actores no basten para contener y
  encauzar las últimas resistencias y fracturas del mundo que se va. Hay vacíos
  institucionales y tareas pendientes que pueden provocar turbulencias en el proceso
  democratizador.

  La tarea pendiente fundamental tiene que ver todavía con la contención de la
  violencia. Todo mundo coincide en México en que la salida deseable para ello es la
  profundización del proceso democrático. Pero la idea de que el proceso podía ser
  gradual, pacífico y relativamente indoloro, quedó desmentida por los
  acontecimientos de 1994. Una rebelión en Chiapas y tres magnicidios —del
  cardenal Posadas, del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio, del secretario
  general del PRI José Francisco Ruiz Massieu— siguen siendo pruebas de que se
  rompió un umbral del control político y legal de la violencia. La ya larga presencia
  del narcotráfico y la proliferación de sus bandas y negocios, ha traído al país una
  expansión sin precedentes del crimen organizado y una red de corrupción e
  impunidad que ha barrenado los órganos policiacos. El narcotráfico ha creado su
  propio poder dentro de las instancias judiciales dedicadas a combatirlo. La crisis
  económica, por su parte, ha multiplicado los índices de delincuencia en las
  principales ciudades del país, haciendo más ostensible aun la crisis de seguridad
  pública y las dificultades de la autoridad para contenerla. La situación en su conjunto
  arroja dudas sobre la capacidad del Estado mexicano para ejercer el monopolio
  legal de la violencia, capacidad que es, según Max Weber, elemento constitutivo del
  Estado.
DOCUMENTOS DE LA TRANSICIÓN MEXICANA

            MÉXICO A FIN DEL MILENIO,
             A LA MITAD DEL CAMINO (3)

                        Por Héctor Aguilar Camín

 

  Por lo que hace a los vacíos institucionales, quizá la cuestión mayor no resuelta por
  los ingenieros de la transición es el de las relaciones del poder ejecutivo con el
  Congreso en condiciones de alta competencia política y gobiernos de poderes
  divididos en el que empiezan a abundar congresos dominados por partidos distintos
  al que detenta el poder ejecutivo. El poder ejecutivo en México no tiene facultades
  legales propias de un sistema presidencialista para lidiar con el Congreso, en
  particular carece de facultades de veto para cuestiones tan fundamentales como la
  definición del presupuesto, facultad exclusiva de la Cámara de Diputados.

  Las elecciones de 1997 arrebataron la mayoría absoluta al PRI en la Cámara de
  Diputados. El poder ejecutivo no tiene recursos legales para romper los empates a
  que esa situación pueda conducir. En esas condiciones, el presidente y su gabinete
  de gobierno pueden quedar sujetos a negociaciones interminables, al punto de que
  podrían volverse rehenes de la misma negociación, figuras sin fuerza ni "dientes" en el
  clima de pugna política magnificada que puede anticiparse para los últimos tres años
  del gobierno actual, de cara a las elecciones presidenciales del año 2000. La
  democracia mexicana se ha construido en gran parte acotando los poderes del
  presidencialismo. A fuerza de acotar ese poder, México podría estar ante la
  paradoja de haberlo hecho débil, lo cual puede conducir no al buscado equilibrio de
  poderes, sino a la parálisis gubernativa y aun al vacío de poder.

  La otra debilidad del presidente mexicano no es constitucional sino política. Era
  hasta hace muy poco el gran elector de México al designar a los candidatos del PRI.
  Escogía por ese camino a su propio sucesor y tenía en las manos, por tanto, las
  riendas del futuro político. La oferta cuasimonopólica de futuro político, le permitía
  ordenar las ambiciones y los grupos en cada víspera de elecciones presidenciales. La
  situación ha cambiado drásticamente. El presidente mexicano no puede hoy
  garantizarle el futuro a nadie, por la sencilla razón de que los candidatos del PRI no
  tienen ya garantizado el triunfo en la elección. Tienen que ganar la candidatura dentro
  de su partido y después en las urnas.

  Así, el presidente mexicano ha dejado de ser el gran elector. No sólo no escogerá
  ya al próximo presidente, sino que no está claro siquiera que vaya a poder escoger
  al candidato presidencial de su propio partido, el PRI. El PRI, por su parte, no tiene
  reglas sólidas de elección, normas internas ni hábitos partidarios para escoger a sus
  candidatos en general, y muchísimo menos a sus candidatos presidenciales. Las
  turbulencias a que esta situación pueda dar lugar no son previsibles pero tampoco
  pueden descartarse. En todo caso, lo que puede preverse es que, contra la tradición
  política del último medio siglo, la figura presidencial no será el centro de la sucesión
  ni de la administración del futuro y las ambiciones políticas. Esta situación de
  orfandad decisoria traerá una enorme libertad política y una extraordinaria pluralidad
  al fin de milenio mexicano. Pero ya se sabe que la enfermedad de la libertad puede
  ser la anarquía y la de la pluralidad, la fragmentación.

  En el horizonte de la transición mexicana se dibujan también otras líneas posibles de
  conflicto que no conviene desestimar. La primera es el efecto que pueda tener sobre
  el universo de las demandas y las expectativas públicas el hecho de que el proceso
  de igualación democrática y competencia electoral se dé en un cuadro de
  desigualdad social y bajas oportunidades económicas. Inclusión política sin inclusión
  económica y social puede ser una combinación explosiva que dé paso por igual a la
  movilización popular y los demagogos populistas, a la revuelta plebeya y a la
  confrontación de clases.

  Otro aspecto a considerar es que la transición democrática de México no tiene
  detrás un pacto suficientemente explícito de las élites en cuanto a los consensos
  fundamentales de sus respectivas agendas políticas. En particular, hay un conflicto en
  materia de política económica, eje del proyecto modernizador. Cuauhtémoc
  Cárdenas y el Partido de la Revolución Democrática, que fueron los ganadores
  netos de las elecciones de julio de 1997, serán fuerzas competitivas con
  posibilidades de triunfo en las elecciones del año 2000. Han hablado reiteradamente
  de la necesidad de revertir privatizaciones, revisar el Tratado de Libre Comercio,
  renegociar la deuda externa, suprimir la reforma que puso fin al reparto agrario,
  detener la privatización del sistema de pensiones y, en general, revertir la reforma del
  Estado que los reformadores neoliberales llevaron a cabo. Muchas corrientes del
  PRI, que asumieron como propias, por disciplina pero a regañadientes, las reformas
  liberalizadoras, tienen más afinidad con las propuestas perredistas que con el
  programa del gobierno que llevaron al poder. Por su parte, el partido de centro
  derecha, el PAN, que coincide con el fondo y los supuestos básicos del programa
  gubernamental, tiene sin embargo una impronta populista en materia de impuestos y
  reparto del presupuesto federal a los estados que podría llevarlo con facilidad a una
  alianza antigubernamental poniendo en jaque los delicados equilibrios
  macroeconómicos del gobierno federal en materia de ingresos y déficit públicos. La
  alternancia en el poder sin consensos fundamentales de gobierno puede traer no la
  gobernabilidad democrática buscada sino simple incertidumbre y contradicción
  pública.

  La diversidad de las agendas en aspectos tan centrales, da cuenta de la lucha que se
  libra también en el imaginario de la nación. Luego de quince años de reformas
  liberalizadoras, ni sus valores ni sus realidades se han impuesto al país como un
  nuevo consenso de futuro y modernidad. En junio de 1994 fue levantada en México
  una encuesta nacional de valores, cuyas cifras y porcentajes valen como un intento
  de retrato de la cultura política contemporánea del país. El perfil del mexicano que
  emerge de estas cifras es el de un ciudadano estatista y presidencialista, que sin
  embargo cree cada día más en las elecciones y los partidos. Se trata de un
  ciudadano que no es fanático del cumplimiento de la ley; católico en religión aunque
  laico en política, gradualista en materia de cambios y ligeramente proclive a decir
  adiós a las ideas de la Revolución Mexicana. (El 51% de los encuestados dijo
  querer dejar atrás esos valores).* Los resultados de la elección de julio pasado,
  luego de la crisis del 95 y el costo social de los ajustes necesarios para vencerla,
  indicarían que esa proclividad se ha reducido, que las reformas liberalizadoras han
  perdido audiencia y que el grueso de la población si no mira al pasado
  revolucionario como solución, tampoco mira al futuro neoliberal como panacea.

  Un mensaje profundo en el ámbito de la cultura política de las elecciones de julio de
  97 es que el PRI y el PRD, herederos finalmente del mismo legado de la Revolución
  Mexicana, obtuvieron juntos casi el 70% de los votos del electorado. Son partidos
  que están peleados en todo pero no en la matriz de la cultura política que los rige.
  Son partidos que se parecen más en sus creencias y convicciones profundas a la
  tradición nacional revolucionaria, esa socialdemocracia estatista, corporativa y
  clientelar de donde vienen, que a la renovación neoliberal de los últimos quince años
  de México. La aparición de viejos y prestigiados priístas en las filas del PRD, y la
  previsión de que muchos otros cruzarán la línea, pueden tener rasgos de
  oportunismo político pero no carecen de coherencia ideológica y cultural. No hablo
  de la pretensión de un regreso atrás, hablo de un aire de familia que los costos y los
  pobres resultados de la reforma liberal han hecho aflorar. Nadie propone volver al
  pasado, pero muchos sienten que partes valiosas de ese pasado y sus recetas han
  sido tiradas por los reformadores, insensible y tecnocráticamente, junto con el agua
  sucia de la bañera.

  Quizá todo el cambio de época que vive México pueda resumirse como un largo
  adiós a la Revolución Mexicana, un largo adiós a una de las épocas más exitosas y
  estables de la historia del país, una época de alto acuerdo político, alto rendimiento
  económico y poderosa creación institucional; una época, sin embargo, que, a fuerza
  de reiterar las fórmulas de sus éxitos pasados para hacer frente a las nuevas
  condiciones del presente, convirtió sus círculos virtuosos en círculos viciosos, sus
  excedentes públicos en deuda, sus consensos clientelares en corrupciones
  autoritarias, sus controles políticos en excesos gubernativos, sus expectativas
  ciudadanas en agravios y sus equilibrios en quiebras.

  Muchas cosas han sucedido con la Revolución Mexicana en los últimos veinte años.
  Una de las más notables es que ha empezado por fin a ser parte de la historia. Es
  una realidad que pertenece cada vez más al pasado y cada vez menos al presente
  —interminable presente— en que la convirtió el discurso público de México. El
  discurso público ha dejado de utilizar a la Revolución Mexicana como proyecto de
  futuro o referencia de legitimidad histórica. Pero el México de fines del siglo XX se
  revuelve en la ola de un largo y complicado adiós al entramado institucional que se
  ostentó por décadas como directo engendro del movimiento de 1910.

  Nuevas palabras, como modernización o democracia, se disputan el lugar que antes
  tuvo en los estrados y en las conciencias el mito revolucionario. La pobreza
  comparativa de esas palabras es evidente. Ninguna parece capaz de incubar una
  nueva conciencia y un nuevo proyecto nacional. Más impracticable aún parece
  insistir en el viejo código. El desacomodo político mexicano de fin de siglo, tiene su
  origen en las nostalgias secretas y las fracturas públicas creadas por este tránsito. La
  corriente de fondo en ese rito de paso acaso sea una resistencia múltiple al
  abandono del enorme pasado / presente que nos acostumbramos a llamar, por tanto
  tiempo, Revolución Mexicana.

  México es en ese aspecto el escenario de una transición inacabada, llena de
  herencias deformes y novedades sin rostro definitivo. La desestatización del país no
  ha traído la plena democracia política y los modernizadores han pagado tributos al
  pasado de autoritarismo y corrupción en que se sustentó hasta ahora buena parte del
  aparato público y de la negociación política. La privatización de empresas públicas
  no trajo la eficacia económica esperada y la apertura comercial no volvió
  competitiva, sino en muchos casos sólo arruinó, la planta productiva. A una pirámide
  social cuya marca de siglos es la desigualdad, se han añadido castigos adicionales de
  empobrecimiento y concentraciones plutocráticas de riqueza y oportunidades. La
  desarticulación del control estatal ha dejado abierto un campo inquietante de
  crecimiento tanto de la violencia social como de la violencia criminal.

  Al mismo tiempo, México ha celebrado por primera vez elecciones creíbles y
  certificadas en su historia. La competencia política y la alternancia en el gobierno se
  han instalado como un hecho diario y un horizonte real entre nosotros, junto con una
  creciente libertad de prensa. Unas cuantas empresas muestran dinamismo y
  productividad de rango internacional. Las reformas modernizadoras han arraigado en
  horizontes prometedores de finanzas públicas sanas, libre comercio con
  Norteamérica, frenos institucionales al patrimonialismo burocrático y la corrupción,
  clarificación de la propiedad en el campo, libertad política a las iglesias, reforma del
  sistema judicial, reforma del sistema de seguridad social y un proceso de
  refederalización de la vida nacional que ha dado pasos sustantivos ya en el ámbito
  educativo. Podrían agregarse más luces y sombras. La verdad está en el claroscuro.
  Si el puerto de llegada ha de ser la construcción de un país próspero, equitativo y
  democrático, lo que puede decirse es que México será antes un país democrático
  que un país próspero, y antes un país próspero que un país equitativo. A fines del
  milenio, está a la mitad del camino.
 

  * Los mexicanos de los noventas. UNAM, Facultad de Ciencias Políticas y
  Sociales. México, 1995.

                     Héctor Aguilar Camín. Escritor.
                         Su libro más reciente es
                     Un soplo en el río (Cal y arena).

                                         Nexos 239, noviembre de 1997